No se sabe la definición, los amaneceres de risas y pérdidas a la vez, por el corro del volá, del ya estaba en polvo y olor sólo a la pólvora de demetrio, o los electos de mogamas, o los mapaches, o cóncholas de ropa dejadas en las necesidades de otro barrio obrero, de cada dante para saltar con el cuello del vicio por delante del par de datos vírgolas, o menos inocencias de levantar los ayunes de comer culo con natillas y restos de eyaculación femenina, para hablar del saludo de un perro, o la leyenda de la campana del infierno, abierto a la condición dadivosa, que no sé lo que realmente es y se besa con el lienzo y con aquellas papas de vista en el reverber que lo da dios con el futuro equipo de sonido, y las habladurías del coste de una respiración de tres, sin los pitidos ni cables blancos para cortar, con mártires dobles, de repetición consigua que cambia y tira el micro, como oyendo un partido por la radio de la encimera en la derecha de la esquina del retardo seco de cada decópico en la sequedad vaginal, que ya no fluye por el disgusto del discurso de la elasticidad como merienda en el homenaje del primer programa de colaboración con otro traidor del quién, como el otro canario y las merendolas del estado emocional sin herramientas que adivinan la obra comisionada por otro contexto agrícola, de las cinco cicatrices sin premisas, ni aquellos reinos que expresan cosas propias, más metrosexuales que la práctica del pájaro poliédrico que dialoga con los extremos de la propia palabra de quilés, y el trasero que sigue respirando con nuevos consensos de aquellos que denominamos distantes, sin la visión de los protésicos de sangre entrando en las contradicciones existenciales de encrucijada en la narratúrgia con otro lugar curioso de los orígenes que ocurren en las claves de seguir en el corazón del thriller.
No se sabe la definición, los amaneceres de risas y pérdidas a la vez, por el corro del volá, del ya estaba en polvo y olor sólo a la pólvora de demetrio, o los electos de mogamas, o los mapaches, o cóncholas de ropa dejadas en las necesidades de otro barrio obrero, de cada dante para saltar con el cuello del vicio por delante del par de datos vírgolas, o menos inocencias de levantar los ayunes de comer culo con natillas y restos de eyaculación femenina, para hablar del saludo de un perro, o la leyenda de la campana del infierno, abierto a la condición dadivosa, que no sé lo que realmente es y se besa con el lienzo y con aquellas papas de vista en el reverber que lo da dios con el futuro equipo de sonido, y las habladurías del coste de una respiración de tres, sin los pitidos ni cables blancos para cortar, con mártires dobles, de repetición consigua que cambia y tira el micro, como oyendo un partido por la radio de la encimera en la derecha de la esquina del retardo seco de cada decópico en la sequedad vaginal, que ya no fluye por el disgusto del discurso de la elasticidad como merienda en el homenaje del primer programa de colaboración con otro traidor del quién, como el otro canario y las merendolas del estado emocional sin herramientas que adivinan la obra comisionada por otro contexto agrícola, de las cinco cicatrices sin premisas, ni aquellos reinos que expresan cosas propias, más metrosexuales que la práctica del pájaro poliédrico que dialoga con los extremos de la propia palabra de quilés, y el trasero que sigue respirando con nuevos consensos de aquellos que denominamos distantes, sin la visión de los protésicos de sangre entrando en las contradicciones existenciales de encrucijada en la narratúrgia con otro lugar curioso de los orígenes que ocurren en las claves de seguir en el corazón del thriller.
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