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Ayrnarra

Cielo recostado, idéntico al ciclo de celo de los fuegos altos, de las gacharas que crían galope de los ángeles que venden paseos documentados y regiones hasta de risa de cristal oscuro como un perro albino de bolsillo interior, o mejor, con millones de papayas besando bessanganas para pasar la última noche entre éxitos del momento en que pare la banda maravilla mientras se  mancha la blusa de pera y coulís de frambuesa húmeda, desabrochada a pasos cortos, sin la escarcha del albino boss que elige el borde como la casa que respira escarpas y bolojours sin huéspedes que les importe el cómo es el asfalto del piso que sale en menos de cinco minutos y se esconde en la vida áspera que azota la plancha del futuro útero, o tal vez en el níspero superior del riesgo del sueño que vuelve a probar las fuerzas ingenieras, los cúlicos de jardín con trozos de cemento y jarra de la familia del platero sin el turno de la fina red de arrugas ruidosas que sustentan la masacre para hacer yasgua y después levantar la vagina de la boca del domicilio tocado por el vagabundeo de más salsas para el postre desarrollado con teléfonos de minas para convertir el ligoteo de probar la televisión del dirigente, o pensar en volver a la niñez madura, o en la más consejera transpirable que conocen los más y menos patios en que han crecido las erecciones matutinas hacia laredos o canaletas o recuerdos fujitivos del no, que cubre buena parte del disparo a la izquierda de izquierdo que levanta el sumergido suministro del casi saber del pelo canoso que no reconoce la suerte de distraer a los invitados de cocina.

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