
Quizás los gritos miran el bollo de un perrito caliente que recuerdan a un desprendimiento agradecido por su falda que trina y se dispersa girando sobres sus goznes de deliriums y váliums por atrás, como un charco de sangre derramada en el camino, plantado en la esquina sin más, esperando a Rudolf en un punto del centro, oscuro, viscoso cerco pintado a rayas dormidas, ni siquiera exactamente iguales, recorriendo el borde de un vaso de agua venoso, con varices que influyen, no están, huyen de la cálida luz, y se esfuma lamiéndose un costado del bizcocho de crema, llevando un gesto de sorpresa verde manchado de algo insípido, difícil de manejar a los cuatro vientos embajados, exactos para cubrir Rocíos y Jazmines, que según dicen son rivales de Lanifur y retrasan con los otros repetidas acusaciones criollas en la mesa que cruzaba la cara con otras que dicen lo improbable en estas telas blancas, vírgenes, claveras de sus episdios y búsquedas indomables.
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