Me besó en el estómago y su pico era frío, y se oía un grito en el lejano horizonte, más bien un gemido con olor a menstruación inocente, incurable, bajo negros nardos con pocos clavos firmes, oscuros, titilantes, con estrías, la forma de un higo cangrenado por el paso del tiempo, por la muerte, por el polvo ocre sin telas radiosas, sin colas que salían a través de las hadas afelpadas desde fuera hacia dentro, rosadas, doradas como la luna, como el aire que gira y zozobra, como la espuma de otra mujer, sin entender el perfume de rosas y pecas y carmesíes bramando alrededor del universo infantil que ya no puede volver, pero me sigue, me mira con los ojos entreabiertos, me busca para pedirme que
volvamos andando a zancos y con cara de babosa, con las sienes recortadas y mirando al futuro, con historias y escrituras de detectives, con armas y gallos y azucenas y palomas posando para la foto, con camelias inútiles, mantillas, botellones con licor de gusano, de huevo, hongos rendondos, coronas de novia, tártagos, enebros, nada, el pezón goteante.

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