Hélleport

Meada y centollo, y pó y piu fino, cauco, poca, coqueta de silés y bonífrates de un nailon pálido, henchido en el gamillo de un hipotético libertismo, generoso con los labios de cretino, de conejo enamorado del tiempo, del tectónico eucalipto en cápsula para beber la salvia, el semen, el bello trofeo del subsidio brodado durante el postre del padrenuestro huidizo con lupa palpada en las lumbras de obras y razones de los regalos de las pocas personas, del marro de tela y formas de auras de entrepiernas y cutis y debós extras para bastar la atosigada especie de alivio inerte de muerte japonesa, novelesca, no lejos de aquella niña peliroja, relatada de ojos azules y cáspios verdes, y la fórmula del fin de cuero esmeralda y portezuelas, y tractores y chóferes de pijas, bautizadas al silencio del tirirí, del piro, del jarro, del convengo, del hélleport en la piel del personaje de la aseguradora de fondos y transparencias de chatarras y siglos paganos inundando el rojo y su ligera silueta de pájaro galopando encima la ilusión decidida a borrar la parte errática y construir de nuevo el palacio ortográfico de antes, de las frases hechas con cliché y sintagmas y efectos fugaces de las prendas de los desaires que irrumpen en la polémica hormonal del caparazón de olivoias y reminiscencias en el tulumondé de la tortura, de la hoguera de fango y escupitajos del centinela pasante, metido en el beso negro desigual, en dos semivasos corrientes de la frutilla y la baba en un gulag de cada hoja de ropa interior sabor hilo-fresa de encima la lucidez de chillar la mancha con un gesto de sexo burgués, apacible, callado, acaramelado con el compás de la oportunidad de madera y chardeneáu, y cigarrillos esposos con lo mismo, con lo mínimo, y galletitas de chese cake enfundadas en la secta entrecortada.