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Efecto mandela


Errónea confabulación, extrema lana, merchandising fotografiado por lo que ni siquiera existe, ni está al alcance de muchas bocas, como tetas y algunas otras golosinas de mujer tubo, esculpidas con la precisión de querer el inmerdiato forniqueo, de perro letal, y miel, y colorines del arco iris para representar el puro éxito, la labia, los quilos de quilómetros y quilombos de la continuación del fin de una terrible era de lo que había en las públicas razones de no saber guiar los falsos recuerdos hacia la ayahuasca verdadera, hacia otros efectos de voz y raudiyos cáusicos, casuales, sugestionados siempre por la rapidez de la pregunta forera en cada espectador oso, o en tiánamen, en gritos encima del hecho de bucear en los tanques del largo rato de entretenimiento y verdades cuánticas arrojadas al universo de origen como para achacar muestras de esperma suelto e iras en el fallo penoso de no acertar y echar la misma idea a perder, con la hipótesis de la criptomnesia, el sesgo del transtorno de la falsa memoria que repite el lateral del disonante, interpretado como unos triviales del nunca, como de un nirvana que pesa en la conciencia conocida de la acomodación lanzada para la regañá del finlandés que financia la resta de sombreros y tirantes de la época de la ambición rubia y los paseos de la tranquilidad hacia otro duelo de seguros, de sífrides y euros aparcados en una cuenta bancaria puesta en el día de tempestades y proteínas frías y fritas por la desesperación vestida de apellidos nobles y cierto montante de dudas y léxico propio de un buen verbo sin los complementos apoyantes para comer otro escualo con sopa de ajo y menos incubadoras de zinc eludido con el transcurso del director de nivel que no acierta en la secuela de la canción del tiempo muerto.

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