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Geogigia

Tierré, giggia, tirrias de aquella lombriz de paseo con el collar de polvos azules, viagreses y con más ansias de buenos traseros en la cara de las gardenias tituladas fieras con más que feroces fueles e hilos de conducción cortocircuitada con la necesidad de fotografiar ambos cielos de manzanas y bizcochos de bechamel y semanas de disfrazar el mono, los típicos confines de mezclar palabras para volar a las salas de la rampa de atenuar la atención del vólido que corretea entre sábanas de algas y geogigias y pétalos del pecado que no apetece ni hacer la sangría ni comprar los malos recuerdos del apetecible, ni con zumos de amapola y polenta, y aquellas pujas cuadrando los textos de sanlleí, de sexo y oscuridades escondiendo los deseos más extremos y las ganas de volver a recalcar que habrá infinidad de polvos iguales a las plagas de pulgas y mamaderas que siempre aseguran la continuidad de cualquier seguridad nocturna, cualquier olor, cualquier voz en la fregadera que dice que hay que hablar plano con el diámetro empotrado al ejemplo de las preguntas del trapo, y los silencios del cincel que apetece enjuagar con mascarpone y lima de aquella bebida de coco, o cualquier otro sabor a verano, ya sin la madre naturalé y con el espabilado y escurridizo zorro que no deja que se vendan ni alquilen los recuerdos de la madriguera favorita de playa adjuntada a las coplas del tinglado triangular, ya sin las tirrias de odio hacia el aliento del parásito más peligroso que los fúngidos huyentes de tempranillos decimales que queman y retuercen para complicar las próximas visitas al principal local del amour pegado al percal que no dá para dar comida y pagar un pequeño sueldo para arquitectuar e interactuar con los provectos del preyesto ejecutado por principales plebeyos y más de una cabeza pensante que podrá ejecutar una vez más la fuga hacia un bienestar naturalizado por los placeres amateurs plausibles.              

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