Menés y manos de harina, de motivos, de maneras clandestinas y abusivas rogando la tarde en el puente, en las arterias atípicas de acrilié y óleo voyeur del indiscreto que sube virgen para divisar las apartadas copas de mármol y plata y descocada túrbia de mútil casual, indecible en el tono del fieltro de la cadena de montaje de los abalorios que aparecen detrás de las malditas ordenanzas pendientes de tatarear sobre el montón de finiquitos y mimos de entradas, como para inscribir el intercambio, la mula, la menesa, la papilla de wasabi, de galletas María rositas, casi amantecadas por el rápido, referente al destellante contraste de estragos metamorfos a modo de mofú, de entes escasas, amarillas, o folgorios de fuego encarnado en la odisea del traspirado papeleo sentado en el mundo helado, o en pieles de haikús de jardín de cólomos maestros ausados por la secreción del entero programado para transformar el cielo en salpicones de esperma, de restos de traidor que ruega la particular juerga transformada en postmodernidad atrapada en otra fabella de vida y luz que quiebra y final sobrecargado de toxinas que bordean el álamo que sostiene la amistad forjada del fuelle con cadenas de alas y amantes como bestias del sexo debajo del encargo, del mismo apóstol que la cita de la larga mesa del ladrón de certezas y huéspedes del paso por el risco sentado en el haría del mismo cielo que la maravillada fiada con el juego para recobrar los ligeros pésames del cucú medio liquidado, el bizarro bebé jumbo, el chamamé de la plática de aquella ficción con colchón, divino de pampa, y gambines descalzos, y girasoles y tardes de moritas en montajistas de gentes y ginetes y jabulanis pisados por la puerta de la caja grande del error que guitarrea tres balazos para la eternidad del busto que pierde la calle mojada, las cartas, igual que los sublimes calamares con gorra leída con cancheros menos con el crónico de jolas y fotos y stages de baño y guardarropía de premisas sin sinceridades hiladas para pervertir el dardo, el temor de nuevo a que se repitan las letras fogacitadas con el surrealismo de encajar la seguridad perenne en el paso que pide la señal de comprometer la exquisitez del escupido estruendo, del relleno colocado a la porteña del pecho que cura el tropiezo de rodeos y extremos mileuristas, siendo extremos subrayados que no quedan en la casa del púbilo.
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