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Sueño francés


Estaban las dos colgadas como perchas, había alguien más, pero sólo recuerdo la presencia de Pablo entre las escaleras que bajaban a las profundidades de mi ser con olor a melón, y la vecina me miraba fijamente y hablaba a los cajones de nardos donde guardaba alhelíes dorados y las sonrisas restantes de Semana Santa que perecían en su memoria como pequeños recuerdos para no desaprovechar como el pasado 29. No había escondites, sólo el bar y algunas personas, muy pocas sábanas blancas, puras, que también compartían su olor a shampoo suevs con extractos de camomila y canela. Necesitaba que su aliento me mordiera la boca a pedacitos, sin dejar señales, sin que la presencia de otros seres preservaran nuestra intimidad, como un hongo a una ranita desdibujada en el fondo contínuo del cable, mirando Arturos negros, hojas misteriosas que se reúnen y charlan de otros cuentos, de su cabello largo, enorme, que recurre entre los huertos de la hierba, como una poupée deseosa que no se centra, de flor en flor, de abeja en abeja, de verga en verga, mirando las vacas como se trituran, sus carnes y bragas anchas, de ahí embutidos satinados con su ropa interior, traviesa, que me busca para jugar a los dardos.

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